Comentario diario

¿Un comentario?

No sé si hago bien, quiero decir, me pongo delante de la Palabra de Dios, inspirada por el mismo autor de los Cielos y la Tierra, el que ha diseñado un mecanismo de belleza sereno y del que el ser humano es testigo, y no sé si merece la pena añadir algo más, porque, ¿qué más se puede decir? Tengo la duda sobre hacer un comentario de lo que se nos ha regalado para que lo guardemos en un cofre de plata. Cuando recibimos el regalo de la abuela, aquel reloj que dio la hora en el siglo XIX y que se ha mantenido durante un par de guerras mundiales, no hay comentario que hacer, hay que guardarlo y procurar que la atención no se marchite hacia ese objeto inaudito y mágico. ¿Qué añade un comentarista? Todo comentarista es vanidoso y en el fondo un ?incorporador? de sí mismo, porque quiere dejar su trazo, entonces de incorporar a disturbar hay poca distancia. Y la Palabra de Dios ya lleva trazo, y no se la debe subrayar por un comentador narcisista. Quizá porque quien se pone a aclarar lo que ya es claro de por sí, se vuelve sin querer narcisista. Y quiere decir de lo suyo, de cuánto ha leído y aprendido. Y sin darse cuéntale va poniendo al lector creyente un cristal sucio delante de las únicas palabras que pueden salvar. Las palabras de Dios salvan por sí mismas, todas y cada una, los añadidos pueden alejar de la impresión primera. No me imagino un amigo delante del paisaje de Las Médulas en León explicándome dónde tengo que poner la mirada, y cuánto debo fijarme en la caída de ese sol oscuro que se va retirando cuando llega la noche. Hay que dejar solo al espectador delante de la maravilla, para que la maravilla se vaya apoderando tiernamente de él. Más que palabra, el espectador necesita silencio, mucho más silencio. El silencio exterior y el que poco a poco le va naciendo de la contemplación. Este segundo silencio está desapareciendo en nuestra sociedad, porque cuesta la confrontación desnuda ante la belleza. Dejarse apoderar no es moneda de curso en nuestro tiempo. San Agustín decía que todo cuanto aparece en la Escritura, se realizó para nuestra salvación Los escritores de la Sagrada Escritura, o mejor, el Espíritu Santo que hablaba por ellos, no pretendió enseñar a los hombres cosas puramente científicas, puesto que nada les había de servir para su salvación. No se lee en el Evangelio que dijera el Señor que enviará el Espíritu Santo para que nos enseñe el curso del sol y de la luna. Sólo quería hacer cristianos, no matemáticos. Y entonces entra el comentarista a desviar la atención con sus insertos y sus matices. Qué cosa más contraproducente es mostrar un matiz. El matiz o se ve o no se ve. Yo estoy convencido de que la Sagrada Escritura es, además de toda la riqueza de Dios, una maestra de los matices. Pero el único maestro es la propia palabra, no hace falta el ?aclarador?.  Me pongo delante del pasaje de hoy y miro al centurión, toda su fe en primerísimo plano, esa convicción sin fisura, y me hace entrar en oración inmediatamente. Pero es él quien me ayuda, no los versos añadidos de un poeta cristiano que me hablan de él como primer cristiano que del mismo paganismo hizo nacer su deseo de Dios. Cuántas cosas son materia sobrante, cuántas. Pienso que es poco lo que necesitamos para sosegar la vida, el Evangelio y el silencio. Y para saber por dónde tirar, y para vivir con media sonrisa en la cara todo el día, para todo eso: el Evangelio y el silencio. Dios está entre líneas, no en las líneas añadidas. 

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